Mariela Blanco, Investigadora del CONICET y docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata
Lost in New York, perdidos en Buenos Aires y, hasta… Perdidos en Tokio. Estas frases suenan familiares, ya sea por su remisión a célebres películas, libros o, por qué no, a anécdotas propias y ajenas. Desde que llegué a Pittsburgh y enfrenté con toda crudeza la experiencia de perderse en una ciudad ancha y ajena, reflexioné sobre las implicancias del sentirse extraviado, enajenado. Mucho había escuchado antes sobre el aparentemente ineludible “cultural shock”; lo había leído incluso en un blog de una estudiante estadounidense que estaba realizando una estadía en Buenos Aires e intentaba comenzar a entender y palpitar el ritmo de esa gran ciudad. Perderse entonces es, en una primera instancia, una encarnadura del extrañamiento sensorial (el sistema de comunicación, sobre todo, que incluye la lengua, pero también los signos urbanos, los gestos, los olores, los gustos y… ¡hasta las interjecciones!). Como una víbora que debe cambiar la piel para sobrevivir, se hace imperativo redefinir las coordenadas para salir de esa catatonia inicial (no alcanza el GPS, puedo dar fe. Sin embargo, la prueba es útil para advertir que el desafío trasciende los límites del espacio). La segunda instancia del perderse llega inesperadamente; una de las posibilidades, redefinir el estado de extravío, de convertir la desesperación a la que nos enfrenta lo desconocido en un horizonte infinito de nuevas posibilidades. Entregarse a ese desconocido abismal y dejarse llevar, la mayoría de las veces, sin un rumbo tan claro. Así, “perderse” se transforma en un bordear lo maravilloso, en tanto emana de un deseo, de una entrega sin condicionamientos a lo que vendrá. Recién ahí y, casi sin advertirlo, comenzamos a reconocer los lugares como si siempre hubieran estado ahí, esperando nuestra mirada; también llegamos a apropiarnos de los gestos gracias a la fuerza arrolladora que emana del impulso comunicativo que, antropológicamente hablando, nos define como seres humanos. Y el shock (que, recalquemos, en el caso de las experiencias cortas, debe ser imperativa y rápidamente superado), sigue siendo un impacto, pero que tiende a la armonía, deponiendo sus alarmas de amenaza. Y esa búsqueda es, creo, el objetivo de los intercambios Fulbrigth, el del mutuo entendimiento de dos culturas que, en el fondo, son una sola, siempre, en tanto el abandono de ese extrañamiento inicial permite reconciliarse con ese entorno desconocido, allien, ajeno. Se trata de desafiar nuestro propio aparato conceptual: la mezcla de los opuestos (lo bello y aterrador al mismo tiempo) nos atrae desde tiempos inmemoriales, como ha mostrado la literatura de todos los tiempos. Una experiencia de intercambio cultural puede enfrentarnos al abismo que tanto atrajo a Borges y que tan precisamente definió a través del símbolo del Aleph: “¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.)”. Alguna relación adquieren cuando se cruzan fronteras, apenas líneas imaginarias, y se toma contacto con el todo: lo simultáneo aunque contradictorio; lo lejano, pero que evoca ecos y remembranzas de lo ya percibido. La revelación parece ser la clave de apertura a la experiencia de lo fantástico que subyace bajo el mundo inmediato, cotidiano. Sólo a partir de allí, cuando la mirada es propia y es compartida, es posible abrir los sentidos y disfrutar la hospitalidad, en simultáneo con la hostilidad que propone lo diverso en su vasta inmensidad.
Mariela Blanco
Investigadora del CONICET y docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Realizó una estancia posdoctoral en el Borges Center de la University of Pittsburgh gracias a una beca Fulbright/CONICET en 2012.